domingo, 22 de julio de 2018

Harry Houdini (I)

Tiene 32 años.

A veces se siente viejo, cuando se cruza con alguno de los jóvenes al salir del metro, cuando escucha que sus referencias culturales, sus ejes de referencia ya no coinciden. Incluso en ocasiones lo llaman señor, algo que no le molesta por una coquetería mal entendida que protege a la juventud como un elemento valioso en sí, sino porque le pone frente al hecho inalienable e innegociable de que el tiempo pasa. Sabe que es una obviedad y, en muchas ocasiones, se culpa por tener pensamientos tan simples, él que siempre se las dio de pensador original. Quizá estaba perdiendo facultades, concluía con una sonrisa cansada. Sin embargo en otras ocasiones, al compararse con sus anteriores compañeros de carrera o incluso, con viejos compañeros de trabajo se sentía completamente infantil: la mayoría de ellos tenían trabajos estables y algunos ya habían incluso formado una familia. No es que pensara que el objetivo de un hombre en estos tiempos fuese tener trabajo y familia, pero ellos al menos tenían la posibilidad de escoger ese camino si querían. El se había quedado fuera de la rueda: aún no quería decirlo abiertamente pues quizá podía evitar el fracaso continuo en el que se había convertido su vida si lograba evitar darle legitimidad a todos esos contratiempos. Borraba, de forma consciente ahora que se acercaba a su madurez, cualquier análisis de consecuencias. A veces veía sus fotos en Facebook en forma de "personas que quizá conozcas". Nunca se sentía de humor para enviar una solicitud de amistad habiendo pasado tanto tiempo (¿Qué decir? ¿Actuar con una fingida alegría por "retomar el contacto"? ¿Y después? Posiblemente el silencio y la nada, como siempre). Mientras viajaba en el metro, leyendo o intentando hacerlo, lamentaba que ninguna de sus preocupaciones proviniese de factores externos. Era cierto que lo habían despedido improcedentemente de su último trabajo como profesor y que de vez en cuando le invadían intensos deseos de haber solucionado esa situación con menos diplomacia y mucha más violencia. Pero ese era solo un pasatiempo inocuo que ocupaba algunas de sus noches (incluso esa pequeña concesión al mundo ficticio de su vida onírica le hacía sentir culpable a veces, como si para él no existiese la violencia inocua, estilizada en forma de una ficción en la que él se permitía ser el heroico protagonista. Sentía aquellas manifestaciones como caprichos, como errores que tenía que corregir, debido, puede, a las interferencias religiosas que sufría -o provocaba- a pesar de no provenir de una familia especialmente religiosa que, ni siquiera, le preparó para hacer la comunión)  y al que, por lo general, no le daba más importancia que la que se le da a un entretenimiento menor (culpabilidad aparte). Su malestar provenía, más bien, por todos aquellos miedos y limitaciones internas, su motivo de preocupación, no era algo que le hubiese pasado, sino lo que podría pasarle. Dos eran sus fuentes de ansiedad: el pasado cierto, el ruido que se repetía incesantemente, no porque hubiese  sucedido algo traumático, no, sino precisamente por lo contrario: su pasado era una gran tierra baldía en la que no encontraba ningún momento ni a ninguna persona a quien echar de menos. Aquel paisaje le producía auténtico pánico, aunque paradójicamente, le gustaba recrearse en esa sensación, repitiéndose aquello de "¿Qué hice mal?". Los futuros posibles también le corroían el ánimo: las posibilidades se movían a lo largo de una balanza trucada y ahora el padre de familia con bigote, mujer, hijos, perro y casa en las afueras quedaba lejos, muy lejos, dándole todo el protagonismo al desempleado solitario con barba y aspecto descuidado, considerado inservible por gran parte de la sociedad a la que le dedica gran parte de sus energías en forma de rencor silencioso. A veces también está por allí el presidiario en los casos en los que las pulsiones y delirios violentos de sus sueños se hiciesen, por error, realidad. Lo más probable, que su futuro fuese mucho más normal que todo aquello, mucho más corriente, pero el realismo era un juego al que jamás le había interesado participar. Salvo casos excepcionales (como por ejemplo en los ataques de ansiedad en los que su cuerpo entraba en erupción y perdía absolutamente el control) prefería guardar silencio acerca de sus preocupaciones: no por considerarlas demasiado importantes como para darlas a conocer, sino por una íntima convicción acerca de lo vergonzante que era no poder dormir a causa de asuntos como aquellos. En los crudos diálogos que mantenía consigo mismo (pues en muchas ocasiones no había nadie más a quien poder recurrir para hablar o simplemente desahogarse un poco) se reconocía que esas inquietudes sobre su futuro, sobre la construcción de su presencia en el mundo como individuo con ciertas aspiraciones de singularidad, sobre su masculinidad frágil en crisis continua no debían ocuparle tanto tiempo, pues a fin de cuentas, pensar en todo eso era bastante frecuente (sí aunque, de nuevo, no lo decía abiertamente e incluso se negaba con fuerza a reconocérselo a sí mismo: en el fondo sabía que no era especial, que al hacerse mayor había entrado -sin quererlo pero resistiéndose de forma queda, naïf, débil- en una nada que no solo no se podía enumerar sino que, llevándolo más allá, no merecía ni siquiera serlo) por la mayoría de personas, con la diferencia -esencial- de que los demás parecían tener otros temas de los que preocuparse, otras obligaciones más acuciantes, una realidad menos dependiente de su percepción, menos vinculada con lo construido y más con lo sencillamente dado, sin más. Se daba cuenta de que no había nada en sus inquietudes que fuese original ( a veces trataba de tranquilizarse diciéndose que la singularidad no necesitaba de la originalidad, que podría ser un miembro legítimamente aceptado por la sociedad -de nuevo un deseo a duras penas oculto para él- sin tener que construir pensamientos. No, toda aquella labor intelectual autoimpuesta, esa tiranía, no era, en el fondo, necesaria. Podría ser aceptado, mediante un juego de espejos y reconocimientos. Cuando seguía esta linea de pensamiento, sin embargo, llegaba muchas veces a una conclusión parecida a esta: si tanto me cuesta usar construcciones ajenas que me facilitarían ser aceptado por los demás, quizá ("quizá", una cínica concesión) mi búsqueda de la identidad no sea sino una huida: construir mi libertad, al tener mis propias referencias, mis propios términos, las estructuras mías, como paso previo que desemboca en mi soledad, lo que a fin de cuentas es lo que quiero evitar. No quiero estar solo. No quiero estar solo. No quiero estar solo. Cuando llegaba a este punto en sus reflexiones se detenía, como quien se asoma -un poco, solo un poco- al borde de un abismo y tira una piedra pequeña, esperando a escuchar el ruido que hará al llegar al fondo. El miedo de la espera, ese imaginarse, trasponerse, convertirse en la piedra que cae era lo que hacía retroceder. De la misma forma, cuando (algunos de) sus pensamientos parecían tardar mucho en tocar fondo, cuando se perdía el rastro de regreso a la superficie o, por lo menos, existía el riesgo de que aquello sucediera, buscaba algún video en Youtube o leía un par de noticias en varios diarios online, sabiendo, sin embargo, que no podía engañar a ni disimular la incomoda presencia de aquella sensación. Simplemente - se decía- se daba una tregua.