sábado, 2 de septiembre de 2023

Maratón

Lo use o no, el talento se pierde. En eso pienso últimamente. Le doy vueltas a las cosas que me gustaría escribir pero que nunca escribo, a las ideas que me gustaría contar y me callo. Y al hacerlo, recuerdo mi juventud, siempre tomando el otro camino. Estudié derecho, pero no quería ser abogado, me juntaba con un grupo de chicos y chicas de la facultad de filología hispánica, pero cuando estaba con ellos, pensaba que tampoco quería ser así, yo era el abogado entre escritores (o aspirantes a hacerlo). Fuera de sitio, sin reconocerme jamás en ningún espejo, sin nunca decir "este soy yo". Una huida constante. Como cuando mi padre me llevó a la piscina municipal en Cartagena. A decir verdad, ni siquiera se si ese es un recuerdo mio o una historia recordada, de tantas veces que mi padre me la contó. Estabamos en fila, sentados en un banco, mientras el monitor, desde dentro de la piscina, invitaba a los niños a tirarse al agua. Mi padre me veía desde la distancia, sentado en las gradas, viendo como a medida que me iba acercando al momento de saltar, empezaba a dejar mi sitio a los niños que estaban detras de mi. Mi padre decía que tan pronto como se percató de lo que hacía, ya sabía como terminaría aquello. Pero yo no lo sabía, yo simplemente dejaba pasar a los niños en la esperanza de que algo pasara, bien que de repente la clase terminara por algun colapso súbito del edificio, bien por tener un relámpago de valor (el segundo heroico que leería mas tarde en Josemaría, en aquellos años perdidos, perdiéndome) que me permitiera saltar o bien porque el profesor, sin aviso previo, se muriera allí mismo. Pero nada de eso pasó, yo no lo sabia, no podía saberlo, pero mi padre sí, por ser mi padre y por conocerme bien, incluso mejor que yo mismo, por quererme más de lo que yo lo he hecho en mi vida, por ser más mayor y quizá por estar más curado de espanto en las cosas de la vida,  que los milagros no existen, y los momentos que parecen suceder a camara lenta solo ocurren en las peliculas. Por aquellas razones yo salí corriendo de alli, afirmándome en mi escapada, rechazando caer como una gota más en aquel vaso de agua lleno de bañadores pequeños y algun ocasional resto de orín. Corrí de aquel lugar, a paso lento, vacilante, pero sin detenerme, como al final de los cuatrocientos golpes. Aquella historia de niñez, que tantas veces recuerdo, ha ido transformandose con el tiempo: de broma infantil, a motivo de burla, de irresponsable niñería a definición del carácter, al final, con los años, se ha convertido en una especie de defnición, en ese espejo (quizá roto, ahora pienso) que busqué tanto. Las piscinas han cambiado, y los profesores que recibían a los niños en el agua han cambiado de cara, de nombre, de lugar y de edad, ellos lo hicieron, sí, pero mi respuesta se mantuvo quieta, repetida: correr, escapar, abandonar. Como iba a saber que los trozos que me dejaba por el camino, en cada renuncia, me perseguirían siempre, convirtiendo la carne en cadena, el deseo en remordimiento y la esperanza en tristeza. Me he ido ensanchando en el tiempo, sin terminar jamás el ciclo de las acciones, sin convencer ni concluir, una historia sin un final, un mero esbozo de lo que pudo haber sido y no fue. Y cada vez que lo hacía, al final de cada escapada, sin aliento y cuando pensaba que aquella era la última, que había dejado pasar el tren definitivo, mi versión preferida, entonces, era entonces, cuando hablaba con mi padre, pero no de la forma en la que él hubiese querido. Él le hablaba al hijo que hubiese querido tener, aquel que estaba en su cabeza, le hablaba a la versión final, al mármol pulido, a la persona que sabía que podía llegar a ser, le hablaba al hijo que quería, pero mi palabra llegaba desde otro lugar, desde la geografía de mis limitaciones íntimas, desde el miedo a, bueno, a todo, le tenía miedo a todo, a hacer lo que quería hacer y a no hacerlo, miedo y desagrado a mi cuerpo, habitando la duda constante, desmontándome y rompiéndome a sabiendas y sin hacerlo, como activando un dispositivo de autodestrucción que hacía tic-tic-tic mientras dormía. Aquella era mi geografía, tan separados estuvimos y su amor nunca fue suficiente para hacerme cambiar. A él volvía tras cada caida, tras cada salida del camino, cuando ya no quería seguir (de todas las maneras, de los proyectos, de los trabajos, de las personas, de la vida), por inercia, el niño que vuelve con papá. Y aunque jamás llegué a sentir sus palabras de la misma forma en las que él las decía, ni con su intención ni con su cariño, me llegaban, sí, me llegaban. Incluso en los momentos en los que mi vida interior era una habitación sin luz, tenía al menos, el eco de mi padre. Eso me bastaba para intentarlo otra vez, para engañarme y pensar que la próxima vez sería mejor, que podría aprender y ser bueno, sí, aquello era suficiente. Recuerdo una noche, tenía que preparar un examen, como siempre estudiando la noche anterior y,  también casi como siempre, sin saber exactamente qué tenía que estudiar, mi remedio fue estudiarme el libro entero. Aquellas noches en vela me funcionaban bien, empezaba después de cenar, y más o menos a las 2 o las 3 de la mañana me iba a dormir, convencido de que todo lo que había metido a la fuerza en mi memoria me duraría por lo menos hasta las 9 de la mañana. Esa noche, sin embargo, el truco no funcionaba, las páginas diluviaban y me ahogaban los minutos, la idea del fracaso, la edípica forma de proceder, poniéndome la zancadilla, castigándome, y las horas avanzaban pero mi memoria no lo hacía, no, no lo hacía, y ya era de noche, mi madre y mi hermana dormidas hacía tiempo, incluso mi perro, todos dormían, y mi padre me tomaba la lección, me la tomaba una vez y otra, pero en cada repaso se me olvidaba una cosa diferente y entonces me dijo "Isi, ve a dormir, podrás hacer el examen otro día" y le hice caso, pero estaba tan cansado que no podía hacerlo, me dolía el cuerpo, la cabeza y pensaba en el fracaso, el absurdo fracaso ahora me doy cuenta, de no hacer un examen. Entonces, a las 3 me volví a levantar y seguí estudiando. Cerca de las 7 de la mañana mi padre se despertó y me dijo, casi con solemnidad, "qué cojones tienes". Me abrazó. Aprobé aquel examen, pero eso no importa, no importa en absoluto. Pasan los años y mis miedos siguen ahí, crecen, me arañan el corazón y me castigan la mente: sigo corriendo, saliéndome de los caminos, huyendo y buscando el refugio que me daba mi padre, pero no lo encuentro y todo se convierte en carrera hacia delante y llueve, sí, llueve, y no hay lugar donde refugiarme. Solo me queda el recuerdo de tus palabras e incluso eso se me está olvidando. Tengo que esforzarme por imaginarme como sonaba tu voz y, ay, ahora me doy cuenta, esos abrazos que daba por contados, aquellas palabras que me sonaban a eco, ay, como las hecho de menos ahora. Huir sin cobijo no es agradable papá, quizá tú que también lo hiciste casi toda tu vida, lo sabías y por eso me querías así, de esa forma que yo no sabía, porque yo podía volver a ti. Y ahora que te entiendo no puedo decirtelo, ni me vale de nada este conocimiento, ni mis huidas pueden convertirse en historias que contar, no, ahora son solo simples heridas, pequeñas, menudas, pequeñas que se repiten, que pinchan y que me murmuran a diario, casi como un ruido. Y de qué me sirve ver más lejos, si no se a donde ir papá, y qué miedo me da caerme otra vez, sabiendo que no me recogerás, y qué dificil se me hace seguir en esta geografía del dolor en la que te me quedas reducido a una foto que no quiero ver, a unas palabras que no quiero recordar, a una hora que no puedo borrar. De que me sirve saber ahora que eras mi mejor amigo, si no puedo tener tu compañia, y tú me lo decias, me decias que era tu mejor amigo y yo te decía que no, que no, pero qué equivocado estaba papá. En tantas cosas me equivocaba, ahora me doy cuenta, pero no sé qué hacer con eso. No se me ocurre un buen final para esto, quizá porque el talento se pierde se use o no, o quizá porque tenga que empezar de nuevo, sabiendo que me equivoco, que lo hago mal, que abandonaré. Quizá, quizá.